miércoles, 28 de junio de 2017

El íntimo cuchillo en la garganta



Borges. Foto de Diane Arbus

“Al fin me encuentro/ con mi destino sudamericano”, dijo famosamente el Dr. Francisco Laprida, en un célebre poema de Borges. De los numerosos estudios y ensayos que ese poema ha provocado, tengo para mí al de Juan Liscano como el más vivo y entrañable. Una vez, en la costa vasca francesa, nuestro poeta tuvo un sueño que le causó tanta impresión, que decidió transcribirlo de inmediato. Esa semana había recibido de los Cuadernos de L´Herne, la invitación a colaborar en el número que esa importante publicación le dedicaría a Borges. Cuando intentó iniciar el artículo, no pudo avanzar, y optó entonces por leer de nuevo el “Poema conjetural”. Al concluir la lectura, tuvo una revelación: su sueño había sido ese poema. Recordó las imágenes de un tal Laprade (no Laprida), francés, que cabalgaba un dromedario con rumbo a una pirámide, probablemente egipcia. Laprade y su cabalgadura caen en una fosa que se convierte en un río crecido. De pronto el sueño cambia de escena y aparece una gran mesa en la que se da un banquete. Los comensales son cuadros. En uno de ellos hay una fosa. Liscano, el soñador, se acerca y mira un medallón en el que está escrito “Laprade”. Levanta su mirada y le pregunta a un mesonero si allí murió Laprade. El hombre le responde que sí, con la cabeza. Liscano se despierta.

No voy a glosar el magnífico ensayo del autor de Nuevo Mundo Orinoco, sino a decir, simplemente, que el “Poema conjetural” de Borges, soñado y releído por él, le permitió asociar diversos ejemplos históricos del terrible encuentro entre la cultura y la barbarie. Tampoco voy a referirme a la presencia de Dante en algunos versos del texto borgeano. Sólo quiero decir que copiaré acá el poema de Borges, porque sigo vivo, resonando duramente en nosotros, venezolanos, frente a nuestro destino:

POEMA CONJETURAL

El doctor Francisco Laprida, asesinado el día 22 de setiembre de 1829
por los montoneros de Aldao, piensa antes de morir:

Zumban las balas en la tarde última.
Hay viento y hay cenizas en el viento,
se dispersan el día y la batalla
deforme, y la victoria es de los otros.
Vencen los bárbaros, los gauchos vencen.
Yo, que estudié las leyes y los cánones,
yo, Francisco Narciso de Laprida,
cuya voz declaró la independencia
de estas crueles provincias, derrotado,
de sangre y de sudor manchado el rostro,
sin esperanza ni temor, perdido,
huyo hacia el Sur por arrabales últimos.
Como aquel capitán del Purgatorio
que, huyendo a pie y ensangrentando el llano,
fue cegado y tumbado por la muerte
donde un oscuro río pierde el nombre,
así habré de caer. Hoy es el término.
La noche lateral de los pantanos
me acecha y me demora. Oigo los cascos
de mi caliente muerte que me busca
con jinetes, con belfos y con lanzas.
 


Yo que anhelé ser otro, ser un hombre
de sentencias, de libros, de dictámenes
a cielo abierto yaceré entre ciénagas;
pero me endiosa el pecho inexplicable
un júbilo secreto. Al fin me encuentro
con mi destino sudamericano.
A esta ruinosa tarde me llevaba
el laberinto múltiple de pasos
que mis días tejieron desde un día
de la niñez. Al fin he descubierto
la recóndita clave de mis años,
la suerte de Francisco de Laprida,
la letra que faltaba, la perfecta
forma que supo Dios desde el principio.
En el espejo de esta noche alcanzo
mi insospechado rostro eterno. El círculo
se va a cerrar. Yo aguardo que así sea.
Pisan mis pies la sombra de las lanzas
que me buscan. Las befas de mi muerte,
los jinetes, las crines, los caballos,
se ciernen sobre mí... Ya el primer golpe,
ya el duro hierro que me raja el pecho,
el íntimo cuchillo en la garganta.

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