El caballo de Turín. Película de Béla Tarr
Seis de la mañana y una
imagen: el caballo de Turín. Es el de Béla Tarr. También de Nietzsche, por
supuesto. Lo recordó así Frédéric Pajak (La inmensa soledad):
“Primeros días de enero
de 1889. Friedrich Nietzsche sale de su casa. En la estación de coches, ve (o
cree ver) un pobre caballo maltratado con saña por su cochero. De pronto se
abalanza sobre el cuello del animal y lo abraza llorando, antes de derrumbarse,
presa de un ataque de apoplejía. Su casero Davide Fino, lo recoge y consigue
llevárselo a casa. Nietzsche permanece inmóvil y mudo, durante horas y horas,
tumbado en el canapé. Durante los días que siguen, se lanza sobre el piano. Y
lo que sale por la ventana de la pequeña habitación es una música que podríamos
calificar con propiedad de espantosa. Gritos, cánticos y los más variados
monólogos funestos se mezclan con los acordes arrastrados y disonantes.
Nietzscehe tiene
cuarenta y cuatro años. Está loco de manera irremediable”.
--
El caballo de Nietzsche
también lo fue de Dostoievski, como lo refirió Ricardo Piglia en una nota de un
diario suyo incluido en Formas breves (Anagrama, Barcelona,
2000. Pag 86):
Lo
increíble es que la escena (la de Nietzsche) es una repetición literal de una
situación de Crimen y castigo de Dostoievski (capítulo 5 de la I parte) en
la que Raskólnikov sueña con unos campesinos borrachos que golpean un caballo
hasta matarlo. Dominado por la compasión, Raskólnikov se abraza al cuello del
animal caído y lo besa. Nadie parece haber reparado en el bovarismo de Nietzsche
que repite una escena leída. (La teoría del Eterno Retorno puede ser vista como
una descripción del efecto de memoria falsa que produce la lectura”
--
Poco antes, Cósima Wagner había tenido noticias
de Turín. Su amigo ya era el dios Dionisos. Juan Gil-Albert, en un magnífico
poema dedicado a los carteros, recrea el instante en que ella se entera:
Paso a
paso
distribuye
este hombre entretenido
las nuevas
que banales o apremiosas
le han
sido confiadas.
Pero un
día
deposita
ese sobre que contiene
con fiero
laconismo el gran suceso
de una
generación. Alguien descifra:
-una mujer
velada y temblorosa-
“Ariadna,
te amo”. Y es que Nietzsche
acaba de
sumir su genio augusto
en la
locura eterna.
En el piso 3º del número 6 de la via Caro
Alberto, en Turín, un hombre se aferra a las pruebas de su último libro:
Nietzsche contra Wagner. Entra Franz Overbeck “para llevarse a su amigo antes
de que lo encierren en algún asilo italiano de mala muerte” (Pajak).
Al día siguiente parten juntos para Basilea. En
el trayecto, dice Pajak, Nietzsche canta con una melodía extaña su poema
dedicado a Venecia.
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