sábado, 26 de noviembre de 2016

En mi jardín pastan los héroes




  Heberto Padilla

En mi jardín pastan los héroes es el título de la novela de un poeta cubano. En una de sus primeras páginas el autor nos dice que ese título indignaba a los inquisidores. Lo leían como una burla dirigida al más grande de sus héroes: el Caballo. No sabían, por supuesto, que se trataba de un verso del poeta Roque Dalton. Un día llegó el propio Caballo a su celda y le dijo:

No has hecho nada, no has puesto ninguna bomba ni has cometido ningún sabotaje, ni has hecho contrabando de divisas; pero todo esto lo reconocerá la Revolución en su momento y no tendremos reparo en rehabilitarte, pero hoy tú representas una tendencia peligrosísima en el país y hay que destruirla. De modo que sólo tienes una salida: ponerte de acuerdo con nosotros…”

La historia es triste y conocida. Es "el caso Padilla".
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A ese hombre “le pidieron su tiempo para que lo juntara al tiempo de la Historia”. Le pidieron las manos, los ojos, los labios, las piernas, el bosque que lo nutrió de niño, el pecho, el corazón, los hombros. Le dijeron que todo eso “resultaría inútil sin entregar la lengua, porque en tiempos difíciles nada es tan útil para atajar el odio o la mentira”. Finalmente le rogaron “que, por favor, echase a andar, porque “en tiempos difíciles ésta es, sin duda, la prueba decisiva”.

Como primeros pasos le impusieron la confesión, la palinodia y el vergonzoso acto de delatar amigos. A aquel hombre lo siguieron día y noche para obtener los chismes (sobre todo, se trataba de chismes) que serían usados en su contra. Lo habían escogido como blanco de una labor higiénica y admonitoria para erradicar las desviaciones del mundo cultural, lleno de “almas pequeño-burguesas” y de escritores quisquillosos, cultos y creativos. Un libro de poemas encendió las alarmas del sectarismo y activó la deleznable cacería. Adujeron que en sus páginas flameaba la contrarrevolución y que su autor mantenía amistades con dudosos extranjeros a quienes susurraba quejas y revelaba iniquidades. Trataron de impedir el premio que un jurado digno, presidido por Lezama, terminó otorgándole. Al poeta le tendieron celadas para acorralarlo. Débil como era, lo llenaron de miedo. Ya han pasado cuarenta y seis años de esos hechos. La autocrítica tardía hablaría más tarde de “quinquenio gris”. Quedó la poesía, entonces condenada y hoy más viva que sus verdugos. Quedó la lección moral para quien quiera entenderla.

Aquel hombre se llamaba Heberto Padilla y escribió el gran poema que he recordado acá, copiando algunos de sus versos incisivos.
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El poema completo:


A aquel hombre le pidieron su tiempo
para que lo juntara al tiempo de la Historia.
Le pidieron las manos,
porque para una época difícil
nada hay mejor que un par de buenas manos.
Le pidieron los ojos
que alguna vez tuvieron lágrimas
para que no contemplara el lado claro
(especialmente el lado claro de la vida)
porque para el horror basta un ojo de asombro.
Le pidieron sus labios
resecos y cuarteados para afirmar,
para erigir, con cada afirmación, un sueño
(el-alto-sueño);
le pidieron las piernas,
duras y nudosas,
(sus viejas piernas andariegas)
porque en tiempos difíciles
¿algo hay mejor que un par de piernas
para la construcción o la trinchera?
Le pidieron el bosque que lo nutrió de niño,
con su árbol obediente.
Le pidieron el pecho, el corazón, los hombros.
Le dijeron
que eso era estrictamente necesario.
Le explicaron después
que toda esta donación resultaría inútil
sin entregar la lengua,
porque en tiempos difíciles
nada es tan útil para atajar el odio o la mentira.
Y finalmente le rogaron
que, por favor, echase a andar,
porque en tiempos difíciles
ésta es, sin duda, la prueba decisiva.

(Heberto Padilla, En tiempos difíciles, en Fuera del juego, 1970)

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