domingo, 30 de octubre de 2016

El revocable dialoga con el ilustrado




Hay un diálogo cuya pertinencia y oportunidad es difícil poner en duda. Me refiero al que protagonizaron Maquiavelo y Montesquieu en el infierno. Lo escribió Maurice Joly y fue publicado en Bruselas, en 1864. 

Díganme si no, el parlamento que de seguidas transcribo, tiene acá (y ahora) ineludibles resonancias. "Poder absoluto", por un lado; "revocable", por el otro, no son expresiones que ahora se lean de balde en estas tierras asoladas: 

Montesquieu: Observo que os lanzáis a la carrera en pos del poder absoluto por el más conveniente de los caminos; pues en un Estado donde la iniciativa de las leyes solo le incumbe al soberano, este, en la práctica, el único legislador; pero antes de que hayáis ido más lejos, desearía haceros una objeción. Pretendéis afirmaros sobre la roca, y yo os veo asentado sobre la arena.

Maquiavelo: ¿Qué queréis decir?

Montesquieu: ¿No habéis acaso afirmado vuestro poder sobre la base del sufragio popular?

Maquiavelo: Así es.

Montesquieu: Pues bien, en ese caso no sois más que un mandatario revocable sometido a la voluntad del pueblo, pues en él reside la única verdadera soberanía. Creísteis que podríais hacer valer este principio para el mantenimiento de vuestra autoridad; ¿no os percatáis, por ventura, de que podrán derrocaros en cualquier momento? Por otra parte, os habéis declarado único responsable; ¿os consideráis un ángel, acaso? Pero, aunque lo seáis, no por ello se os inculpará menos de todos los males que puedan sobrevenir, y perecéreis en la primera crisis.

(Maurice Joly: Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu, Muchnik Editores, 1974. Traducción de Matilde Horne. Prólogo de Jean-François Revel)

jueves, 27 de octubre de 2016

Clase de prosa y baile

Degas. Clase de baile

Al hablar de prosa y verso, Alfonso Reyes, en su inolvidable ensayo “Apolo y la literatura”, recordó al Libertador. Tenía que ser Reyes, con su inmensa cultura y capacidad para asociar lo que para muchos no es asociable, quien se acordara de aquellas instrucciones en las que Simón Bolívar afirma con acierto y belleza que “el baile es la poesía del movimiento”. El caraqueño hablaba de la educación de un sobrino (Fernando), y el mexicano, de la palabra poética. Reyes aprovechó la frase de Bolívar para decir:

La poesía es el baile del habla

De ese baile, no excluyó a la prosa:

Ni verso ni prosa literarios pueden confundirse con el habla común. No es verdad que Monsieur Jourdain hablara en prosa: hablaba en coloquio, que es distinto

En precisas y elegantes líneas, como siempre, Reyes traza el cuadro íntegro de lo que otros creen reservado a los tratados y nos dice lo que pasa con la noción de prosa y su sentido literario. Le bastan tres palabras para hacerlo: “Supone un descubrimiento”.  Y remata el párrafo con uno de sus naturales asomos de erudición amable: “En nuestra cultura occidental lo debemos a Empédocles, a Gorgias, a los primeros retóricos sicilianos”.

Al final del ensayo vuelve aquella frase y por segunda vez baila Bolívar en la prosa de Reyes:


No perecerá la poesía, danza de la palabra. Mientras exista una palabra hermosa, habrá poesía.

miércoles, 26 de octubre de 2016

Altísimo poeta



G
 George Santayana

En la última página de su hermoso libro sobre tres poetas filósofos (Lucrecio, Dante y Goethe), Santayana aboga por una cultura que al arte de trabajar bien, añada el de jugar bien (“jugar con las armonías de  la vida y hacerlas deliciosas”). Piensa Santayana que esa cultura no avanzará sin ciencia y sin visión poética. Pero ¿quién será el poeta de esa nueva visión?, se pregunta. Cree que ha llegado el momento para la aparición de “ese genio que reconstituya la destrozada imagen del orbe” y que tenga un “delicado sentido de las resonancias ideales de sus propias pasiones y de todos los matices de su posible felicidad”.

Para concluir, Santayana vuelve a Dante y nos recuerda aquel inolvidable saludo, a muy pocos reservado, del Canto IV del Infierno:

Podemos saludar desde lejos este genio que necesitamos. Como los poetas en el limbo de Dante, cuando Virgilio reaparece entre ellos, podemos saludarle diciendo: 'Onorate l'altissimo poeta'. Honrad al más alto poeta, honrad al más alto poeta posible. Pero este supremo poeta está todavía en el limbo.
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(Intanto voce fu per me udita:/ 'Onorate l'altissimo poeta';/ l'ombra sua torna, ch'era dipartita)
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No sé si todavía se lee a Santayana. Lo cierto es que nos hemos alejado mucho de las voces sabias que sin estridencias buscaban la armonía.  ¿Habrá que buscar a Virgilio, poeta joven, y saludarlo una vez más?

(La traducción de Tres poetas filósofos la hizo José Ferrater Mora y la publicó Gonzalo Losada en Buenos Aires, en 1943)

domingo, 16 de octubre de 2016

La guerra civil y el presupuesto

José Manuel Balmaceda

En un libro sobre historias chilenas del siglo XIX, tras leer una estupenda crónica sobre la Picantería (la famosa tertulia de los Amunátegui),  encuentro un ensayo acerca del suicidio de Balmaceda, escrito por el joven historiador Andrés Baeza. En pocas páginas, Baeza recorre el drama (personal y colectivo) que Chile vivió ese terrible año de 1891: la cruenta guerra civil y el suicidio del presidente derrocado. Al mencionar los motivos de la feroz contienda, Baeza recuerda que una de las cosas señaladas como detonante bélico fue la decisión del presidente Balmaceda de aprobar por sí mismo el presupuesto de su gobierno, sin tomar en cuenta al Congreso, único poder público con potestades en materia de autorización presupuestaria.

Salvando las distancias, los motivos y las enormes diferencias, quiera dios que la asociación que podamos hacer entre lo que ahora pasa en Venezuela, con lo ocurrido en Chile hace 125 años, no sea ominosa, sino sólo ilustrativa, y, sobre todo, aleccionadora. Tan dados como somos a la falacia analógica, se desea también que no hagamos mecánicas comparaciones…
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El descriptivo trabajo de Baeza me recordó la silueta que Pablo Neruda estampó de Balmaceda en su enorme Canto General. En particular, el momento del suicidio en la legación argentina:

Sin suscitar la menor sospecha acerca de lo que planeaba, la noche del 18 de septiembre Balmaceda estuvo charlando con Uriburu y le entregó  una carta dirigida a su esposa Emilia y otra para su madre, ‘encargándole con cierto calor inusitado en él que las hiciera llegar con seguridad’. Luego alcanzó a dormir unas horas, al parecer, antes de levantarse para ordenar la cama y los escasos muebles de la habitación. Dejó una carta a Uriburu sobre la cabecera de la cama; su reloj  y su billetera, con tres mil pesos de la época, los dejo sobre la mesa (…). Se asomó un instante por la ventana y miró por última vez la cordillera. Su cuidada vestimenta correspondía a la de un hombre de su rango: con un elegante traje negro, que a la vez representaba un riguroso luto, procuraba verse como todo un caballero. Siendo las ocho de la mañana del 19 de septiembre de 1891, se recostó en su cama y, asiendo la pistola con la mano derecha, apuntó a la sien y jaló el gatillo que le perforaría la cabeza”.

Neruda, como corresponde a su poesía, se detuvo en el instante de la ventana y vio que por los ojos de Balmaceda entraba el paisaje de la patria.

Leyendo esas páginas chilenas, más que en los hechos, pienso en algo que lastimosamente parece escasear ahora entre nuestros gobernantes: vergüenza y dignidad.


(El texto de Andrés Baeza que he referido se titula “La muerte de José Manuel Balmaceda”. Está dentro del libro colectivo Historias del siglo XIX chileno. Vergara, 2006) 

viernes, 14 de octubre de 2016

50 años de Falsas maniobras

Rafael Cadenas

Era un domingo del 66. No recuerdo si todavía era abril o ya era mayo.   Si tuviera ordenado mi archivo, podría precisar la fecha, pero esa es una tarea que requiere (y amerita) tiempo que no tengo ahora y que espero tener pronto. Lo cierto es que fue un día feliz para mí: leí en el Papel Literario unos textos que me deslumbraron. Durante largo rato estuve contemplando la lluvia en el patio de mi casa, mientras memorizaba uno de los poemas que me había fascinado. Digo uno, pero miento. Eran tres o cuatro los textos que todo el santo día estuve repitiéndome. Sólo dejé la publicación cuando, al atardecer, salí con mis padres a hacer una visita. Y la suerte me acompañó: en la casa visitada (era de un colega y amigo de mi padre) habían comprado El Nacional y lo tenían en la mesa del recibo. Allí estaba, por supuesto, el Papel Literario. Así que los poetas (en especial, “el poeta”) no me desampararon ese día. Yo contaba las horas que faltaban para comentar con una compañera del liceo el enorme descubrimiento que esa mañana había tenido de la nueva poesía venezolana. Quería compartir con ella mi efusión.

¿Qué había leído con tal entusiasmo? La muestra que el Papel Literario  publicó del libro premiado y de las tres menciones honoríficas del Premio de Poesía “José Rafael Pocaterra” del Ateneo de Valencia de ese año. Bastan los nombres de los autores y los títulos de los libros para rubricar la calidez de mi imborrable lectura: Francisco Pérez Perdomo, ganador, por su libro La depravación de los astros; Rafael Cadenas (Falsas maniobras), Jesús Sanoja Hernández (La mágica enfermedad) y Luis Alberto Crespo (Si el verano es dilatado), con sus valiosas menciones honoríficas.

Barquisimetanos orgullosos y lectores asombrados, durante varias semanas, mi compañera Blanca Cabral y yo no hicimos más que hablar de Cadenas.
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Cuando se cumplieron treinta años de la publicación de Falsas maniobras, un gran escritor de mi generación, Alejandro Oliveros, recordó la primera vez que oyó el nombre de Rafael Cadenas. Fue, justamente, ese mismo año de 1966, y también, con motivo del concurso de poesía “Pocaterra” en el que Cadenas figuró “oficialmente” como segundo, pero no. Casi desde el mismo día del veredicto, sin desmérito de nadie, Rafael Cadenas concitó la atención principal de una mayoría de lectores, que desde entonces, lo ha seguido con creciente admiración.  


Han pasado cincuenta años. Para celebrarlos, me voy de nuevo a Mi pequeño gimnasio y hago en silencio el reparador ejercicio de la relectura.
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MI PEQUEÑO GIMNASIO

Consta de una almohadilla que golpeo con acompañamiento musical.
Un saco de arena donde descargo todo el peso de la calle.
Una esterilla para hacer contorsiones que producen olvido.
Un hueco en triángulo donde me oculto para no ver.
Una cuerda donde me castigo por toda la prudencia del día.
Un artefacto en forma de 0 en el que me doblo para evitar los reclamos de mi conciencia.
Una barra horizontal sobre la cual me río de mis intenciones.
Una tabla donde doy golpes innecesarios que podrían estar mejor dirigidos.
Un pequeño extensor de idiota que me estira por todos los frutos que no tomé, los actos que no hice, las palabras que no me atreví a decir.
Una soga donde extorsiono mi brazo derecho por todas mis indecisiones, olvidos, cambios.
El resto lo compone el ajuar ordinario de todo deportista.
Los ejercicios son efectuados en la oscuridad.
Por vergüenza no admito espectadores. (El descontento sordo, por otra parte, ahogaría al que osara entrar).
Soy de todas maneras un aprendiz. No he podido alcanzar mis rodillas con la frente, todavía me es imposible arquearme hacia atrás hasta tocar el suelo, tampoco logro pararme sobre las manos.
Algunas veces el exceso de pesadez me vuelve ridículo. (Me recuerdo en lamentables posiciones y siento dolor).
A pesar de mis esfuerzos sigo siendo carnal, rudo, indisciplinado.
En el fondo los ejercicios están enderezados a hacer de mí un hombre racional, que viva con precisión y burle los laberintos.
En clave, persiguen mi transformación en Hombre Número Tal.

Llanamente y en mi intimidad, espero con ellos dejar de ser absurdo.

(Rafael Cadenas, Falsas maniobras, 1966)

domingo, 9 de octubre de 2016

La tragedia íntegra (relectura de un cuento venezolano)

Iglesia de Pedro Claver, Cartagena de Indias

...hoy estuve recordando a Picón Salas. En realidad, estuve recordando su biografía de Pedro Claver, algunos de cuyos capítulos me parecen magníficos textos narrativos, dignos de estar en una exigente antología de cuentos (¿ya están?). No dudé mucho y fui por el libro, que fue mi lectura febril de esta tarde. Sí, es la biografía de un jesuita en Cartagena de Indias o el vivo retrato de un santo, pero también es la crónica de un mundo sombrío del que emergen figuras siniestras como el inquisidor Mañozca, a quien Picón Salas dedica estos trazos magistrales, de cuya justificada dureza no escapan algunos de sus cofrades:

Entre sus colegas ancianos y gotosos –curas de pocas miras y luces del Tribunal del Santo Oficio- Juan de Mañozca impone su temible prestigio de ave carnicera. Las perlesías y reumatismos tropicales, el excesivo calor y extrañeza de las gentes, anulaban el impulso de los otros ministros que apenas hicieron el largo viaje de las Indias para ganar un salario con el noble pretexto de defender la santa fe, mientras la mirada de Mañozca –verdaderamente aquilina- hallaba en toda causa, ocasión de proventos y desde su retiro indiano parecía prepararse, calculadamente, para más amplia y ostentosa figuración. En Mañozca había madera para fabricar un Torquemada doblado de financista y político sutil.

La descripción de un auto de fe le es suficiente a Picón Salas para dejar estampada una muestra de las ejecutorias del torvo personaje: la pira inquisitorial recibe a un inglés, Adan Edon, contra el que se han cebado, tanto la anglofobia del funcionario como la “divina” iracundia de la Contrarreforma. El espectáculo de las llamas infunde terror, pero no suprime el sufrimiento de los fieles, lo que tiene sin cuidado al gélido Mañozca. El inglés entra al fuego musitando un salmo. Así lo imagina el merideño en su prosa indignada.
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Al terminar la lectura del capítulo Peste en la nave, siento que no he leído nada, que sólo he visto una escena cinematográfica. La he visto, además, en los detalles. La he sufrido. ¡Qué grande Picón Salas! me digo, una vez más. Escribió uno de los mejores cuentos de la literatura venezolana (y de Cartagena de Indias) y lo escondió en su estupenda biografía del santo ignaciano y catalán. Peste en la nave es un texto tremendo. Todo el mapa de la ignominia está en esa nave que apesta. Es la tragedia íntegra. Casi que salgo a buscar un pañuelo de Holanda para llenarlo de agua de colonia y aliviarme un poco.
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(Mariano Picon Salas: Pedro Claver, el santo de los esclavos, 1950)