sábado, 17 de septiembre de 2016

Fulgor y vida de Darío Lancini en The Night




Una de las estupendas anécdotas literarias de The Night es un breve diálogo de Darío Lancini con Pablo Neruda, en Varsovia. Era diciembre de 1971. Lancini había ido con una bella amiga polaca al estreno de un montaje de Fulgor y muerte de Joaquín Murieta, poema dramático del chileno que recorrió por esos años numerosos escenarios. Finalizada la obra, Lancini y su amiga tuvieron la ocasión de compartir unos minutos con Neruda en el hall del Palacio de Cultura y Ciencia. Allí Neruda, genio y figura siempre, trabó una menos interesante que interesada conversación con Jola, la atractiva acompañante del venezolano. Su treta seductora incluyó una analogía entre Murieta y Janosik, el célebre bandolero polaco. Al recordar que la mujer no andaba sola, se dirigió a Darío y le pidió su opinión acerca de la obra. Lo que siguió se relata en The Night de esta manera:

Darío comenzó por afirmar que la comparación entre Murieta y el Che Guevara que se proponía en la obra era desafortunada, además de constituir un evidente anacronismo. Esa mención podía llegar a ser como aquel verso donde el poeta resentía como un golpe oceánico la muerte de Stalin. Por otra parte, no estaba de acuerdo con la idea de que Murieta fuese chileno. Se trataba de un conocido truco en la traducción de la obra original, proveniente del francés y a su vez proveniente del inglés. Sin embargo, todas las fuentes se equivocaban. De acuerdo a un estudio de un crítico compatriota suyo, Joaquín Murieta no era ni chileno ni mexicano, como se solía afirmar, sino venezolano. Y el episodio de la violación de su mujer había sido aún más dramático, pues en realidad, la mujer que fue violada y asesinada era hija de Murieta y el propio Murieta figuraba, con sus amigos de tropelía, entre los ultrajadores de la muchacha, es decir, como violador de su propia hija. La leyenda de Murieta como una especie de Robin Hood latinoamericano era una invención de los cantaclaros de la segunda mitad del siglo XIX, cuya función era justificar poéticamente las revueltas y los distintos caudillajes.

Darío calló y por un segundo el Palacio pareció contener el aliento. Todos esperaban la respuesta del poeta.

-¿Cómo se llama ese crítico compatriota suyo? –preguntó Neruda, cuando se repuso.
-Villanueva –dijo Darío-. Víctor Villanueva.
-Tiene mucha imaginación ese Villanueva.

El público celebró la salida del poeta.

-No lo dudo. Aunque no como la suya, mi admirado poeta –dijo Darío.

Darío le tendió la mano a Neruda haciendo una reverencia, tomó a la rubia por la cintura y se marcharon”.
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Días después, un amigo de Darío que había presenciado el diálogo, le preguntó:

¿Cómo es que se llama el historiador que mencionaste ese día?
-¿Cuándo?
-Con Neruda, cuando hablaron sobre Murieta.
Darío empezó a reírse.
¿Qué? –dijo Valerio.
-Una tontería. Lo que hice fue contarle Doña Bárbara. Eso fue todo. 
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Para algunos lectores (me incluyo) es difícil no caer en la tentación de rastrear las asociaciones literarias, ficticias o no, que los novelistas como Rodrigo Blanco Calderón nos sugieren.  Al leer lo anterior, recordé vagamente que algo sobre Murieta habían escrito Borges y Octavio Paz. Tras fracasar en mi primera indagación borgeana, abrí el libro de Paz que me parecía más sospechoso. Así, en unas páginas de Al paso el mexicano se refiere a la atracción que sobre los latinoamericanos han ejercido ciertas figuras de la mitología bárbara de los Estados Unidos (“malhechores y aventureros fuera de la ley”). Para apoyar su afirmación cita un caso que habría agradado a nuestro genial Darío Lancini, el gran Lancini de Rodrigo:

Un ejemplo es la colección de anécdotas –sorprendentes, atroces o sórdidas- recogidas por Borges en su Historia universal de la infamia (…). Borges publicó muchos de estos relatos, antes de recogerlos en un libro, en la revista Sur; si no me equivoco, entre ellos figuraba uno, después desechado, acerca del famoso Joaquín Murrieta. Este tipo de figuras, en las fronteras entre heroísmo e ignominia, lo fascinaron siempre, aunque quizá el origen de Murrieta no era de su agrado (…).

Verdadero mito –héroe, bandido, ángel vengador- la imagen de Joaquín Murrieta es la encarnación de la justicia popular, ambigua constelación de crueldades, buenos sentimientos, lealtades, crímines atroces y fatalismo. El bandido vengador apareció en California hacia 1850, esparció el terror durante unos pocos años y murió de muerte violenta en 1853 (…). Al principio, Joaquín fue un mexicano de Sonora y como tal figura en el primer relato en español de sus aventuras: Vida y muerte del más célebre bandido sonorense, Joaquín Murrieta (México, 1908). El autor fue mi abuelo, Ireneo Paz. Al pasar del inglés al español, Joaquín ganó una erre en su apellido: Murrieta. El personaje estaba destinado a tener, como tantos héroes, un origen incierto. En 1926, en San Antonio, Texas, Ignacio Herrera publicó una nueva versión: Joaquín Murrieta, el bandido chileno de California. Transfiguración final: en 1967, en Santiago de Chile, Pablo Neruda publica su poema dramático Fulgor y muerte de Joaquín Murieta, bandido chileno. El sonorense volvió a perder una erre pero ganó otra patria y, con ella, la celebridad poética”.

Dije hace un momento que a Darío Lancini le habrían gustado esas referencias pacianas. Más seguro estoy de esto que ahora se me ocurre: Borges y Paz habrían gozado, como casi todos los lectores, de la anécdota nerudiana de Lancini que nos regala Rodrigo Blanco Calderón en su novela fulgurante.

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