Como algunas notables muestras del género, El
día señalado (1964) de Manuel Mejía Vallejo, es una novela tejida con
varios cuentos. Su tejido es armonioso. Aunque conociéramos por separado las
partes, el conjunto siempre nos parecerá feliz. Su gran tema: la violencia
colombiana, rural, persistente, cotidiana. Al igual que en Pedro Páramo, un hombre
llega al pueblo a matar a su padre, y por el hilo de esa venganza comienzan a correr
las historias. “La venganza” fue,
precisamente, el título que dio Mejía a una de ellas cuando la extrajo de la
novela para publicarla aparte (1995) en un libro de cuentos.
Mario Escobar Velásquez dejó dicho en su diario
que cuando Mejía sacó ese relato de la novela y se percató de que podía
defenderse solo, lloró. Tanto fue el acierto, que –añade Escobar- La
venganza es mejor como cuento que El día señalado como novela. Y eso
ya es decir bastante, porque, sin duda, la novela es estupenda.
Hoy he vuelto a sus páginas para meterme en
Tambo y su gallera, el lugar definitivo de los viejos pleitos:
“Yo sé que
mis manos están contentas cuando se hunden en los arroyos, cuando soban la piel
de los caballos. Me estragaba tanta crueldad. Revólveres, puñales, espuelas…
¡Maldita la gracia de vivir! Pensé que para no tener piedad es necesario ver de
lejos al hombre, verlo en la masa. Por eso sentí una rabiosa compasión por los
seres caídos. Y el Cojo era uno de ellos.
-¡Lo mató,
lo mató! –gritaron
en la gallera cuando Aguilán se empinaba sobre Buenavida y cantaba despiadadamente.
Me
levanté, cogí mi animal que me dejó en la palma de la mano sangre a medio
coagular, y al salir clavé en el polvo mi cuchillo. El Cojo se quedó inmóvil,
mirando, sin ver, la hoja que brillaba junto a las espuelas de su gallo muerto.
Cuando
salí a la calle el sol comenzaba a clavarse tras la cordillera. Unos gallinazos
que planeaban sobre ella parecían pavesas de incendio.
Arriba,
hacia la plaza, estallaron más cohetes. Creí que estallaban en mi cabeza.
Dentro de la gallera se quedaban los últimos gritos, los últimos silencios.
Pero cuando anunciaron la entrada de los guerrilleros, se sucedieron los
disparos y las trifulcas.
Debí de
tene un aire sonámbulo, porque solamente recuerdo el cuerpo de un sargento
tendido sobre la acera de El Gallo Rojo, y el
instante en que el gordo de vestido blanco se doblaba sobre sí mismo, herido
por una bala.
Y mientras
arreciaban los disparos, el tambor y los cueros de res, yo seguía por media
calle sin esquivar las carreras ni los estrujones.
Algo de mi
padre se estremeció en mí cuando vi a Marta a la entrada del cañaduzal. Me
quedé mirándola con tristeza, con la vieja tristeza de mi madre. Únicamente
dije:
-Estoy
cansado.
Creo que
le dolió mi fatiga.
-Aquí dejo
este gallo en prueba de que volveré. Es de la mejor raza.
Y salí pisando
la sombra por el camino seco y solo. Me parece que iba llorando”.
--
Puesto a elegir, ese de Mejía Vallejo queda
incluido en mi antología de finales. Por ese momento, volví a su novela. Y
también –todo hay que decirlo- porque estaba pensando en Colombia y sus luchas
por superar esas venganzas. Luchas que alcanzan hoy, con los acuerdos de paz, un punto estelar y promisorio.
(Manuel Mejía Vallejo ganó en Venezuela el
concurso de cuentos del diario El Nacional en 1956 con su relato Al
pie de la ciudad. Su novela La casa de dos palmas
ganaría en 1989 el Premio “Rómulo Gallegos”).
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