jueves, 11 de agosto de 2016

Los peligros de la ironía


 Alfonso Reyes en el balcón de su casa madrileña. Barrio de Salamanca. 1918
 
Desde bien temprano, la prosa más amable. Por unas ganas repentinas de leer a Alfonso Reyes, busqué sus “páginas del jueves” en El Sol, incluidas en la primera serie de Simpatías y diferencias. En la dedicatoria me esperaba un sorbo de miel de aricas para devotos de la imprenta, y es que Reyes ofrendó el libro a los tipógrafos y correctores del diario madrileño y destacó “la más alta condición de su oficio”: la serenidad. Nada mejor para enfrentar las impaciencias.  
 
Pocas páginas después, en una reseña de un libro de A. Dobson (A Booksman’s Budget) Reyes refiere maravillas. Una: el libro mismo. Se trata de una especie de “silva de varia lección” hecha de recortes, ocurrencias, “pequeñas erudiciones amenas” y apuntes cotidianos. Otra: el nítido perfil que Reyes traza de los amantes de esos libros, diferenciándolos de lectores menos felices. Los primeros (entre los que se apunta) van a los libros (a todos) por amor, “como a un cultivo benéfico y diario del espíritu”. Son los auténticos “aficionados a leer”. Tienen a los libros por amigos. Los segundos, por oficio o por aburrimiento, buscan en los libros “el amargo tónico de los rencores políticos” o convierten en libro de consulta un volumen de “palpitantes versos”. No conocen el placer de acariciar los libros y sólo andan pendientes de gazapos que suelen no ser tales. Para ese tipo de lectores no publicó Dobson sus retazos. 
 
Tampoco para ellos incluyó Reyes en su artículo esta formidable anécdota acerca de los riesgos de la ironía. La encontró en Dobson y la refirió así: 
 
En Los peligros de la ironía encontramos la graciosa anécdota del ladrón sorprendido. El defensor no hallando mejores razones, alega que su cliente era aficionado a dar paseítos nocturnos por las azoteas de la vecindad, y que a veces le sucedía meterse por otra azotea en vez de la suya. El juez, Lord Bowen, no pudo menos de sentirse irónico ante tan ingenuos alegatos, y dirigiéndose a los señores del jurado, para resumir el proceso, exclamó: 
 
-Y ahora señores, si creéis realmente que el reo no pretendía más que salir a sus habituales ejercicios nocturnos por los techos de la vecindad; si aceptáis que sólo se quitó las botas antes de bajar a la casa de su vecino con el laudable propósito de no molestarlo al ruido de sus pasos; si consideráis que el hecho de embolsarse algunas piezas de la cuchillería de plata no era más que un acto de inocente curiosidad de ‘connaisseur’, entonces, señores del jurado, y sólo entonces, dejaréis al reo en libertad.  
 
Con gran sorpresa del juez, el jurado puso inmediatamente al reo en libertad”.  
 
Al final Reyes le pregunta a Azorín si sabe de alguien que pueda escribir en España un libro como el de Dobson. Y que si sabe, que acuda rápido a ese ser para que lo haga, porque “las víctimas del estío madrileño solemos esperar para octubre la llegada de los nuevos libros y los viejos amigos”.  
 
(El artículo de Reyes se titula El museo privado de un escritor. Fue publicado en 1918)

No hay comentarios.:

Publicar un comentario