jueves, 30 de junio de 2016

Cornelio


Cornelio Agrippa
 
Mañana lluviosa. Sigo con la relectura del libro de Culianu sobre el renacimiento. Por más académica que haya sido su búsqueda, los temas abordados en el libro (Eros y magia), sin duda, apasionaban a Culianu. Cada personaje (Ficino, Bruno, Agrippa) parece fascinarlo. Al conocer algunas experiencias vividas por el autor, comprendemos mejor su elección de los temas, así como el profundo nexo espiritual que revela con los mismos.  

Estudioso y pensador de las religiones, discípulo de Eliade, destacado profesor en la Universidad de Chicago, Ioan Culianu, llegó a ser muy pronto una celebridad. Poco después de su trágica muerte (1991), Umberto Eco declaró que “para la generación más joven de Rumanía, Culianu se había convertido en un mito, o quizás en un símbolo político”.  

Recuerdo haber leído el libro de Ted Anton, titulado El caso del profesor Culianu como si fuese una novela de misterio y magia. En esos días su figura me atrapó y busqué (y leí) con avidez Eros y magia en el Renacimiento (Siruela, 1999). En el ejemplar que me tocó dejé “subrayada” parte de esa febril lectura. Ahora estoy justo en la página referida a Cornelio Agrippa y su tesis sobre los méritos del asno. Leo de nuevo la cita en la que se apoyó Culianu para ilustrar el punto:  

Y que no se me critique por haber dicho a propósito de los apóstoles que son unos asnos. Quiero explicar los misteriosos méritos del asno. A ojos de los doctores hebreos, el asno es el emblema de la fuerza y del coraje. Posee todas las cualidades que necesita un discípulo de la verdad, se contenta con poco, soporta el hambre y los golpes. Simple de espíritu, no distinguiría una lechuga de un cardo; ama la paz, soporta las cargas. Un asno salvó a Mario, perseguido por Sila. El filósofo Apuleyo, si no se hubiera transformado en asno, jamás hubiera sido admitido en los misterios de Isis. El asno sirvió para el triunfo de Cristo; el asno supo ver el ángel que no veía Balaam. La mandíbula del asno proporcionó a Sansón un arma victoriosa. Jamás animal alguno ha tenido el honor de resucitar de entre los muertos, excepto el asno, a quien san Germán devolvió la vida, y esto es suficiente para probar que después de esta vida el asno tendrá su parte de inmmortalidad”.  

Comenta Culianu que ese pasaje revela la tradición cristiana en la que seguramente se inspiró Robert Bresson “al filmar la película Au hasard Balthazar”. Pero también añadió que muchos momentos de la vida de Agrippa desmienten “su propio ideal de simplicidad de espíritu”, al recordar que durante su juventud “formó parte de una sociedad secreta con sus colegas de la Sorbona que practicaban la alquimia” y que en España fue un exitoso pirotécnico. Culianu nutre de datos el curriculum de Agrippa: “Había estudiado ciencias ocultas y profesado –fingiendo títulos que no poseía- los oficios de consejero jurídico y de médico, era un apasionado de la cultura, y en consecuencia se situaba en las antípodas del asno”. Y hay más, como apunta Culianu: 

En 1519 era consejero asalariado en la localidad de Metz, donde, entre otros, se ganó el odio del inquisidor por haber intervenido con todas sus fuerzas en defensa de una supuesta bruja del pueblo de Woippy. Por otro lado, no dudó en abandonar esta sinecura bastante sólida, para querellarse con el prior de los dominicos sobre la cuestión –defendida por Lefèvre d’ Estaples- de la monogamia de Santa Ana”. 

Y termina el profesor trazando la silueta de un hombre a medio camino entre las viejas magias y las ciencias del Renacimiento. Mutatis mutandis, ¿no viviría Culianu una ambigüedad semejante?

viernes, 24 de junio de 2016

Los intelectuales


Ortega y Gasset y Domingo Ortega, toreando al alimón
 
Cada vez es menos frecuente encontrar opiniones personales, en el sentido que los griegos daban al vocablo “filodoxia”. Al parecer, ya pasó el tiempo de los intelectuales que orientaban con su voz. De ellos se esperaba alguna iluminación ante las confusiones o cierta guía frente a las incertidumbres. Ejercían lo que el argentino Francisco Romero, hablando de Ortega, llamó la “jefatura espiritual”. La de Ortega, por cierto, fue tal, que Baroja llegó a decir con su sangrante sorna que “lo que tenía que decirnos Ortega, por fin, es si Dios existía o no”.
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Los intelectuales tenían la virtud de encarnar una opinión personal. Algunos, incluso, llegaron a pagar con su vida o con el destierro físico o moral, ese compromiso. Hoy, quienes opinan, si algo encarnan, encarnan una opinión masiva, un producto, no un criterio propio. Esta pérdida de identidad entre persona física y opinión, ha traído consigo la ausencia de responsabilidad en el opinante.  

Una especie de grotesca “fuenteovejuna mediática” sustituyó la “palabra de honor” de los individuos. Pero algo más grave ocurrió: ya ni siquiera en los medios se opina con palabras. Se opina con imágenes. Es lo que Rafael Argullol ha llamado “democracia iconomentaria”, como sustituta de la “democracia parlamentaria”. En esa suplantación –es lógico inferirlo- desapareció la responsabilidad. Claro, las palabras comprometían, porque se daban (se daba la palabra). Las imágenes no se dan. Mejor dicho, uno no se da con ellas. Al parecer, sólo nos entregamos con la palabra o el silencio. Con lo otro (o en lo otro), sólo posamos o fingimos.  virtud de encarnar una opinión personal. Algunos, incluso, llegaron a pagar con su vida o con el destierro físico o moral, ese compromiso. Hoy, quienes opinan, si algo encarnan, encarnan una opinión masiva, un producto, no un criterio propio. Esta pérdida de identidad entre persona física y opinión, ha traído consigo la ausencia de responsabilidad en el opinante.

Una especie de grotesca “fuenteovejuna mediática” sustituyó la “palabra de honor” de los individuos. Pero algo más grave ocurrió: ya ni siquiera en los medios se opina con palabras. Se opina con imágenes. Es lo que Rafael Argullol ha llamado “democracia iconomentaria”, como sustituta de la “democracia parlamentaria”. En esa suplantación –es lógico inferirlo- desapareció la responsabilidad. Claro, las palabras comprometían, porque se daban (se daba la palabra). Las imágenes no se dan. Mejor dicho, uno no se da con ellas. Al parecer, sólo nos entregamos con la palabra o el silencio. Con lo otro (o en lo otro), sólo posamos o fingimos.

 

domingo, 19 de junio de 2016

El error Maduro


Dámaso Berenguer

No, no es una errata. Es probable que en los libros futuros de historia de Venezuela se encuentre un capítulo con el mismo título que este artículo. El buen lector, que es  cauteloso y alerta, habrá advertido que en esa expresión el señor Maduro no es el sujeto del error, sino el objeto. No se dice que el error sea de Maduro, sino más bien lo contrario -que Maduro es el error, que Maduro es un error-. Son otros, pues, quienes lo han cometido y cometen. Otros: toda una porción de Venezuela, aunque, a mi juicio, (ya) no muy grande. Por ello trasciende ese error los límites de la equivocación individual y quedará inscrito en la historia de nuestro país. 

Venezuela, una nación de veintinueve millones de habitantes, que venía  arrastrando una existencia política poco normal, ha sufrido durante diecisiete años un régimen de absoluta anormalidad en el Poder público, el cual ha usado medios de tal modo anormales, que nadie, así, de pronto, podrá recordarlos ni dentro ni fuera de Venezuela, ni en este ni en cualquier otro siglo. Lo cual anda muy lejos de ser una frase. Desde mi rincón sigo estupefacto ante el hecho de que todavía ningún sabedor de historia jurídica se haya ocupado en hacer notar a los venezolanos minuciosamente y con pruebas exuberantes esta estricta verdad: que no es imposible, pero sí sumamente difícil, hablando en serio y con todo rigor, encontrar un régimen de Poder público como el que ha sido de hecho la “Revolución” en todo al ámbito de la historia.  

La “Revolución” ha sido un poder omnímodo y sin límites, que no sólo ha operado sin ley ni responsabilidad, sino que no se ha circunscrito a la órbita de lo público, antes bien ha penetrado en el orden privadísimo, brutal y soezmente. Colmo de todo ello es que no se ha contentado con mandar a pleno y frenético arbitrio, sino que aún le ha sobrado holgura de Poder para insultar líricamente a personas y cosas colectivas e individuales.  

Yo ahora no pretendo agitar la opinión, sino, al contrario, definir y razonar, que es mi primario deber y oficio. Por eso eludo recordar aquí, con sus espeluznantes pelos y señales, los actos más graves de la “Revolución”. Quiero, muy deliberadamente, evitar lo patético. Aspiro hoy a persuadir y no a conmover. Pero he tenido que evocar con un mínimum de evidencia lo que la Dictadura ha sido. Hoy parece un cuento. Necesitaba recordar que no es un cuento, sino que es un hecho. Y que a ese hecho se respondió con el error Maduro, cuya política significa: hagamos «como si» aquí no hubiese pasado nada radicalmente nuevo, sustancialmente anormal.  

Pero esta vez se ha equivocado. Este es el error Maduro.  Se quiso una vez más salir del paso, como si los veintinueve millones de venezolanos estuviésemos ahí para eso. Un día se buscó a alguien que se encargara de la ficción, que realizara la política del «aquí no ha pasado nada». Ese es el error Maduro del que la historia hablará.  

Al cabo de tres años, la opinión pública está menos resuelta que nunca a tolerarlo. No hay un hombre hábil que quiera acercarse a él; actas, carteras, promesas -las cuentas de vidrio perpetuas-, no han servido esta vez de nada. Al contrario: esta última ficción colma el vaso. La reacción indignada de Venezuela empieza ahora, precisamente ahora. Venezuela se toma siempre tiempo, el suyo. 

Hemos padecido una incalculable desdicha. La normalidad que constituía la unión civil de los venezolanos se ha roto. La continuidad de la historia legal se ha quebrado. No existe el Estado venezolano. ¡Venezolanos: reconstruyan vuestro Estado! 

Y como es irremediablemente un error, somos nosotros, y no el Régimen mismo; nosotros gente de la calle, de tres al cuarto y nada revolucionarios, quienes tenemos que decir a nuestros conciudadanos: ¡Venezolanos, el Estado no existe! ¡Reconstruyámoslo! Delenda est Dictatura.
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Aclaro que, nada de lo anterior es mío, ni es actual. Son fragmentos, más o menos retocados, del notable artículo El error Berenguer, de Ortega y Gasset, a cuya memoria presento  disculpas por mis intromisiones. El brillante texto apareció en noviembre de 1930 y tuvo enormes resonancias. La última frase de Ortega (en realidad, “Delenda est Monarchia”) es una cita ligeramente modificada de Catón el Viejo: “Carthago est delenda” (“Cartago debe ser destruida”). Tres meses después de su publicación en El Sol, Berenguer presentó su dimisión y unos días más tarde, en abril, el pueblo español, mediante elecciones, cumplió con el llamado y el Rey se fue al exilio.  

Mío es, por supuesto, el juego de poner “Venezuela” y “venezolanos” donde decía   “España” y “españoles”, así como cambiarle el apellido a Berenguer, intercambiar (no siempre) los vocablos “Dictadura” y “Revolución”, modificar el número de habitantes, interpolar párrafos y algún otro detalle propio de esas lecturas asociativas y libres que a veces uno se permite. Creo que ésta puedo compartirla, como juego, claro,  y quizá también, como triste alegoría.  

Una última cosa: pienso, con dolor, que nuestro país está tan mal, que no parece posible una dimisión como la de Berenguer. Y lo peor: si hubiese un intelectual respetado por la mayoría, y capaz de decirnos -mutatis mutandis- algo semejante a lo de Ortega, no lo escucharíamos.
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jueves, 9 de junio de 2016

El candidato novelista


 
Seis de la mañana. Me asomo al balcón. Parece que llovió. En la página, el escritor se asoma a la ventana que da a la calle. La ve “pesada y pomposa”. Mira las tiendas con sus luces siempre encendidas y las fachadas de las casas con emblemas heráldicos. Se da cuenta de que todo el barrio donde vive es así. Las ventanas entreabiertas dejan ver “un mobiliario de segunda mano de una clase media en bancarrota”. Es otoño en Berlín. El escritor se ve a sí mismo como una cámara fotográfica: 

Yo soy como una cámara con el obturador abierto, pasiva, minuciosa, incapaz de pensar. Capto la imagen del hombre que se afeita en la ventana de enfrente y la de la mujer en kimono, lavándose la cabeza. Habría que revelarlas algún día, fijarlas cuidadosamente en el papel 

Creo que el diario del escritor, que es su novela, es como un revelado instantáneo. Sin duda, acabo de ver a un hombre rasurándose y a una mujer en kimono, en sus ventanas indiscretas, absolutamente revelados.  

Recuerdo al mismo escritor, en otro diario, en el parque de una ciudad muy lejana, haciendo lo mismo: tratando de absorberlo todo con la vista. Está en La Guaira, sólo por unas horas, el 24 de septiembre de 1947. Su amigo también toma fotos, pero con una cámara. El escritor no la necesita, ya lo sabemos. Él es la cámara. Caskey, el amigo, intenta captar a una vieja negra que, periódico en mano, estudia los números premiados en la lotería, a ver si encuentra el suyo. La mujer no se digna mirar la cámara y hace que ignora la presencia del fotógrafo, pero cada vez que éste la enfoca, ella se mueve o se aleja. Entre tanto, el diarista mira y la atrapa a la vieja negra en su cuaderno. Acabo de verla, pícara, riéndose por dentro.  

Al escritor le llaman la atención unos afiches que tapizan el muro, al fondo del parque. Al acercarse, se entera de que hay campaña electoral en Venezuela. Mira los retratos del candidato y se alegra de que pueda ser presidente. Es el célebre novelista Rómulo Gallegos, quien le parece muy apuesto y así lo pone en el dario. Añade: 

Me gustaría que todos los candidatos presidenciales fuesen novelistas. Sólo con leer sus libros se podría saber muchas cosas sobre ellos de antemano. 

El diarista, Christopher Isherwood, y su amigo, toman ahora un autobús y se van para Macuto.
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Vuelvo a las páginas de Adiós a Berlín. El escritor sigue mirando la calle. Sabe que en la noche, a los ocho en punto, cerrarán las tiendas y que en el hotel de la esquina empezarán los silbidos que tanto lo inquietan, aunque esté seguro de que no van dirigidos a él.  

Me agrada saber que esta traducción al castellano de Adiós a Berlín la hizo el poeta Jaime Gil de Biedma, de quien recuerdo, por cierto, aquel magnífico poema sobre Lili Marlen y su guante negro para decir adiós.
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(La referencia a Rómulo Gallegos está en El cóndor y las vacas. Diario de un viaje por Sudamérica, que Christopher Isherwood apreciaba como uno de sus mejores libros).

sábado, 4 de junio de 2016

El más grande

Ali, en 1962


(a Luisana Castillo) 

Seis de la mañana. Cuchi me da la triste noticia: murió Muhammad Ali, un símbolo de la conciencia moral de nuestro tiempo.  

Lo declaré mi ídolo desde 1964, tras un fingido rechazo inicial a sus desplantes verbales (en realidad me gustaban). Ese falso rechazo me llevó a apostar en su contra la víspera de la primera pelea con Sonny Liston. Por fortuna, perdí la apuesta -yo ligaba a perder-, porque Alí (aún se llamaba Clay) ganó y la pagué con gusto a Aquiles Cordero, quien se ufanó largamente de su acierto. Desde ese día olvidé la simulada distancia con sus alardes, de los cuales me torné en abierto defensor, frente a la manida acusación de “bocazas” con que los comentaristas deportivos rotulaban al más insigne aguafiestas del boxeo mundial. Lo otro: su inmensa calidad como atleta y su presencia coreográfica en el ring, no necesitaban defensa. Eran (y son) un asombro unánime.  

A esas razones se agregó una de carácter distinto: la civil apostura de su voz ante el poder militar de su país. Esa voz estuvo acompañada de una conducta: la renuencia insobornable a participar en la guerra de Vietnam. Poniendo en gravísimo riesgo su futuro como deportista, y sacrificando su corona mundial, Muhammad Ali se mantuvo firme en la objeción de conciencia, en una genuina desobediecia civil y fue capaz de afrontar el costo de su rebeldía. En ocasiones menos fundadas, otros gritan, hacen huelga, sabotean en nombre del derecho a la disidencia ciudadana, para luego exigir el pago por su “valentía”, incluido el cobro de prestaciones sociales y hasta alguna condecoración por “la ejemplaridad de su gesto”. Muhammad Ali fue condenado a prisión, pagó fianzas, pagó multas, fue despojado del campeonato mundial de los pesos pesados y se sometió al boicot de quienes manejan el Estado y los negocios. Y esperó. Y siguió en pie. Y volvió, como los buenos combatientes, con menos ímpetu, pero con más sabiduría, a pasearse sereno por el cuadrilátero, con la estrategia de “la avispa que pica y se retira”.  

En el ring, contra Foreman, no miraba a éste, sino a la esquina de su contrincante. Interrogado por su entrenador por qué hacía eso, Ali le respondió: “Es que mi pelea es con Archie Moore” (el entrenador de Foreman). Era la sabiduría del discípulo frente a la del maestro, porque Ali ya podía darse el gusto de ese riesgoso homenaje en medio del combate, aquel día inolvidable de 1974 en la entonces Zaire. 

Ayer se nos fue. Nos deja la alegría de haber sido sus contemporáneos.

viernes, 3 de junio de 2016

El infierno que habitamos


Italo Calvino, paseando con un niño
 
De vez en cuando vuelvo a Calvino y a las “ciudades invisibles”. Hoy, buscando su diario norteamericano, para referirlo un día de estos en el taller, me fui hasta Berenice y leí aquello de las ciudades diferentes que se suceden en una misma, y que, son, alternativamente, justas e injustas. Pasé la página para leer lo que buscaba. ¿Cómo resistir, aquí y ahora, la tentación de citar las famosas palabras de Marco Polo al final del fascinante libro?: 

El infierno de los vivos no es algo que será; hay uno, es aquel que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer y quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio

Las cartas nos franquean

Alfonso Reyes jugando con Alí, en Buenos Aires. 1927

 “...(y no sé de dónde ha sacado M. Lincoln Schuster que, en Venezuela, a condición de emplear un sobre rojo, las cartas entre los amantes gozan de un descuento de media tarifa postal)”

La cita anterior sorprende en el prólogo de “Literatura epistolar”, la magnífica compilación publicada por Océano, con un estudio preliminar de Alfonso Reyes, cuyo nombre es suficiente para entrar confiado al libro. Reviso el índice y la curiosidad me lleva a unas cartas de Saint-Évremond, famoso "libertino". Una, dirigida a la señora X.X.X y la otra al Conde de Grammont. Copio esta última: 

Me he enterado con gran dolor de vuestra segunda muerte y con gran alegría de vuestra segunda resurrección. Siempre escribo a mi héroe en un estilo poético; os diré, pues, en poeta, que sin duda habéis encontrado un vado en el Cocyto, pues lo pasáis y volvéis a pasarlo con una habilidad que yo no tendría para cruzar un arroyo. Lo difícil que me resultaría volver del otro mundo me sujeta a éste en la medida de mis fuerzas.

 (1700)

 

La traducción de la carta es otra grata sorpresa. La hizo Silvina Bullrich. A ella también se debe una breve nota en la que nos informa que Saint-Évremond (1610-1703) fue desterrado de Francia en tiempos del cardenal Richelieu, por una carta acerca de la paz de los Pirineos, en cuyas líneas juzgó “con impertinencia” al célebre ministro. Nada dice Bullrich de la fama libertina de Saint-Évremond. Sólo agrega que pasó en Inglaterra más de la mitad de su vida y que “la necesidad de comunicarse con sus viejos amigos aguzó" su talento natural para las epístolas.”
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Reyes cierra el prólogo citando al inevitable (e imprescindible) Dr. Johnson, para quien las cartas “nos permiten apreciar los actos en sus motivos, los sistemas en sus elementos”. Y añade: “Sin contar con el deleite desinteresado de viajar por estos paisajes interiores del hombre que sólo las cartas nos franquean”.
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Ahora viajo, precisamente, por los paisajes interiores alfonsinos, y encuentro en el muy valioso libro de Carlos García sobre la relación de Borges con Reyes ("Discreta efusión Alfonso Reyes-Jorge Luis Borges. Correspondencia y crónica de una amistad") una carta en la que el mexicano se refiere a Ortega. La carta no es para Borges, sino para Mallea: 

Caro Mallea: 

El ‘Goethe’ sigue en marcha. Pero voy procurando quitarle todo lo que tiene de efímero, de cosa escrita en tono de objeción o panegírico para un Centenario. Quiero que llegue a un equilibrio. 

La “Carta a un alemán” de José Ortega y Gasset me ha causado un verdadero arrobamiento, lo mismo que a usted. El gran escritor lo empuña a uno y lo transporta. Pero tiene la elocuencia engañosa de las sirenas. No se deje usted engañar. Ortega es sofístico y arbitrario. 

Esto se lo digo a usted en secreto. Esta carta es un desahogo que yo confío a su corazón de amigo, pero no quiero que le dé el aire, porque no quiero tener que sufrir en mis relaciones con José. Cuando entre él y yo se ha atravesado una pestaña, le confieso a usted que me sentí muy desdichado. Quizá Victoria (Ocampo) también podrá leer esta carta. Yo creo que le pasa con José lo que a mí: yo lo admiro, lo “amo” y no lo aguanto”.
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Ya -por un magnífico documento que Carlos García transcribe en el libro citado- sabíamos que Borges, en México (1973), recordaba que en una ocasión Reyes estuvo indignado por ciertas opiniones que Ortega había dado sobre Goethe. Esa vez Borges le pidió que escribiera sus objeciones y Reyes le respondió: “¡Pero cómo voy yo a polemizar con Ortega y Gasset!”. La tajante réplica de Borges era de esperarse:

Pero todos sabemos que usted es infinitamente superior a Ortega y Gasset”.  

Al recordarlo en México, Borges dijo:  

“... Reyes no podía admitir eso; siempre se sentía en actitud de discípulo ante escritores que eran ciertamente inferiores a él (…). Luego él encontró una salida; escribió un libro sobre Goethe, publicado por el Fondo de Cultura Económica en México. Ese libro viene a ser una respuesta a Ortega y Gasset. Ahora, aquí pueden haber influido dos cosas: por un lado, cierta timidez, porque creo que Reyes –a pesar de ser valiente-, y me consta que fue valiente- era tímido. Y también la cortesía, porque a Reyes no le gustaba disentir de su interlocutor. Y como era infinitamente inteligente, esto lo sabemos todos, a veces hasta inventaba razones en favor de su interlocutor y contra sus propias convicciones”.  

Algo parecido comentó Borges de otro amigo suyo, que lo fue primero de su padre. Antes de decir alguna frase memorable, Macedonio Fernández tenía por costumbre atribuírsela a su interlocutor. Usaba esta expresión: “Como dijiste vos los otros días…”, y de inmediato pronunciaba una genialidad.