miércoles, 6 de abril de 2016

El ensayista



Por la tarde, Montaigne.  

Cualquiera de sus páginas es una invitación a pensar y escribir libremente. Ejerció con gracia una virtud que disgusta a los sistemas: la total independencia intelectual. Leyó y discurrió sobre sus lecturas, sin pagar tributo a métodos y sin serle sumiso a dogma alguno. Cultivó el entusiasmo por la belleza, pero no incurrió en sobresaltos. Jamás perdió el sosiego.  

Lo que Picón Salas llamaba “aseo del alma”, fue algo que siempre acompañó a Montaigne. Tal vez por eso se vio a sí mismo de manera descarnada y pudo, sin disimulo, recusar la eterna plaga de los presuntuosos. Procuraba alegrarse, porque no gustaba de ceremonias tristes, menos aún de las fórmulas patéticas del autoelogio. Leo: 

Nunca me parece la filosofía tan bien como cuando combate nuestra presunción y vanidad, y cuando reconoce de buena fe su propia irresolución, flaqueza e ignorancia. Me parece que la madre de nuestras más falsas opiniones particulares y públicas es la opinión, buena en demasía, que tiene el hombre de sí mismo”. 

A veces siento, frente a inexplicables petulancias de personas más pendientes del éxito y la nombradía, que de la autenticidad de lo que escriben, que valdría la pena una larga temporada de Montaigne, no sólo para renovarle honores y merecidos homenajes, sino también –y sobre todo- para la urgente higiene del entorno. 

Citado por Montaigne, dijo Marcial:

Nada hay tan seguro de sí mismo como un mal poeta”.
 
¿No será dable sustituir “poeta” por “escritor” (o pretendido tal), para abarcar también a otros letraheridos?
 

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