domingo, 24 de enero de 2016

Caldera centenario


Rafael Caldera

El país se había mantenido en franca situación de atraso. Los indicadores sociales revelan que estábamos lejos de las metas que otras naciones de América Latina, a pesar de contratiempos y dificultades, habían alcanzado. El atraso era dramático. En San Felipe, por ejemplo, cuando obtuve en la Escuela Padre Delgado el certificado de instrucción primaria superior (en 1926), pasé luego un año sin estudios regulares, porque en todo el Yaracuy, en el Centro de la República, ¡no había un solo instituto de educación secundaria! Y no era simple atraso: era más bien, retroceso. Porque antes había habido un Colegio Federal, y después un Colegio Montesinos, que dirigió el Bachiller Trinidad Figueira; pero como era subsidiado por el Gobierno del Estado, éste consideró más económico y conveniente dar la misma cantidad en becas para que los pocos que estuvieran en capacidad de hacerlo, fueran a estudiar al Colegio La Salle de Barquisimeto. El Colegio Montesinos tuvo que clausurarse. Como mis padres no querían mandarme a un internado, hicieron un gran esfuerzo para venirnos a Caracas y poder seguir mi formación. ¡Cuántos tuvieron que quedarse en el Yaracuy y en el resto del país, sin oportunidad de educarse!” 

La cita corresponde al libro Los causahabientes. De Carabobo a Punto Fijo, una mirada a la historia política de Venezuela, publicado por Rafael Caldera poco después de concluir su segunda presidencia).
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Para que los yaracuyanos empezaran a quedarse en su tierra y pudieran realizar allí sus estudios universitarios, tuvieron que esperar a que el Dr. Rafael Caldera -a quien corresponden las palabras que anteceden- creara las casas de estudios superiores con que cuenta el Estado. Si a ello unimos, valiosas obras de infraestructura, la creación, dotación y mejora de diversos servicios para la salud, así como el indiscutible hecho de que se trata de uno de los más ilustres hombres públicos de Venezuela, no sólo en Yaracuy, sino en todo el país, deberíamos celebrar su centenario, como se debe: honrando su memoria, que es, además, la de un hombre que abogó por la paz y el entendimiento entre sus compatriotas.
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Dos imágenes me llegan. Una es la del joven de diecinueve años que se le acerca a Caracciolo Parra León, su maestro en la universidad, y le dice: “Doctor, me ha interesado mucho lo que usted me dijo, pero yo no creo que en el momento actual la cultura venezolana está para estudiar un aspecto del pensamiento de Andrés Bello; yo creo que vale la pena trabajar sobre la personalidad, la historia de su vida y su obra”. A la pregunta de Parra León (“Y usted se atreve”), el joven respondió: “Puedo hacer la prueba”.

 

(El breve diálogo lo leí en el libro que Juan José Caldera escribió sobre sus padres: Rafael y Alicia. Es el relato de un hijo que sintió el deber de conciencia de dar su testimonio, y de hacerlo con la mejor de las fidelidades: la del amor. Tiene, además, otra virtud: no descalifica a nadie a la hora de aclarar algunos hechos. Los describe, y con rigor documental se apoya en citas que respaldan sus hipótesis. En algunos casos se las pone difícil a los repetidores de falacias. No es que lo que nos dice en su libro Juan José Caldera sea irrefutable. Es que después de leerlo, uno tiene que exigir mejor “bibliografía” y mayor seriedad a los creadores de ciertas “verdades” sobre Rafael Caldera.  

Rafael Tomás Caldera, en el prólogo al libro, da con la clave de esa virtud del libro de su hermano:  

Una diferencia en la manera de apreciar algo, derivada quizá de un punto de vista diferente o del propio protagonismo en la acción, no debe ser confundida con esos falsos juicios que provienen de un desconocimiento de los hechos. Aquellas han de respetarse como parte misma de la vida en democracia, estos han de corregirse en obsequio de la verdad para preservar la justicia”. 

Para la gran biografía de Rafael Caldera que está por escribirse, las páginas de su hijo serán de enorme utilidad: Mi testimonio, Juan José Caldera, Libros Marcados, Caracas, 2014).
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La otra imagen me la sugiere un párrafo del brillante libro que resultó de la difícil prueba. El joven bellista está en la Biblioteca de la Academia de la Lengua, atareado en el capítulo sobre Bello como fundador del Derecho Internacional en Iberoamérica. Revisa las páginas de sus Principios de Derecho de Gentes, publicado en Santiago de Chile, en 1832. Se percata de que a esa primera edición han seguido varias reimpresiones y de que en la segunda (1864), las iniciales A. B. del autor han sido sustituidas por el nombre completo, así como de un cambio en el título: ahora es Principios de Derecho Internacional. Deja ese tomo de las Obras Completas y busca la primera edición venezolana del libro que lo ocupa. Mira la fecha (1837) y se asombra de que sólo cinco años la separen de la chilena. Acaricia el volumen y lee el Aviso de los Editores, en el que se dice que el interés de la edición se debe no sólo al relevante mérito de la obra, sino también a “la circunstancia de ser producción de un paisano nuestro a quien, en demostración del distinguido y particular aprecio que hacemos de sus luces y talentos, tributamos este pequeño si bien sincero obsequio”. El joven Caldera anota aparte el nombre del editor: Valentín Espinal. Muchos años después (1999) lo pondrá al lado de Fermín Toro y Pedro Gual. Ahora deja el libro, sintiendo que, por encima de las querellas, la Venezuela de las luces quedó encendida en unas letras.

lunes, 11 de enero de 2016

Boersner


Demetrio Boersner
 
Me entero por el Facebook de Juliana Boersner que murió su padre. Lo informa en un breve post, conmovedor y hermoso, a la vez.  

Solía seguir sus opiniones gracias a la estupenda columna que hasta hace muy poco mantuvo en Tal Cual. Y ahora que lo digo, creo que pocas veces Demetrio Boersner dejó de escribir para la prensa. Fue un intelectual sin estridencias, lúcido y constante. Sus artículos, que ojala pronto se recojan en volúmenes, expresan esas cualidades cada vez más infrecuentes. 

Me vienen a la memoria dos viejos recuerdos personales: una clase suya en un seminario de la UCV. Era sobre el nazismo. Lo oigo aún, pausado y claro en su discurso. No se me olvida la descripción que hizo del ascenso de Hitler, desde una cervecería de Múnich hasta su oprobioso dominio en Berlín. Creo que la clase la oímos juntos Ramón Guillermo Aveledo y yo. Salimos repitiendo frases de Boersner. Nuestra admiración había aumentado.  

El otro recuerdo es anterior: mi primera lectura de un artículo de Boersner, en el diario La República, dedicado al socialismo democrático. Debió ser en 1965. Me ganó su claridad. Desde entonces me acompaña la imagen de un hombre moderado, límpido y fiel a unos principios. Que en paz descanse.