lunes, 6 de octubre de 2014

Una carta registrada por Benjamin



Walter Benjamin
 
Miro las torres. Habían bajado algo, por un reciente esfuerzo de obtener nuevos acomodos horizontales. Sin embargo, noto que otra vez están creciendo. Y es que si uno se descuida un poco, el desorden vuelve por sus fueros. Sé, como dijo Benjamin, que en este tipo de confusión la costumbre se instala de tal manera que “todo parece ordenado”. Así, en la población que no ha conocido los estantes –mezclada con la que ha salido de ellos por algún arbitrio- puedo apreciar claras señales de ubicación. De ese modo, vislumbro dónde se encuentran las cartas de Joseph Roth en la edición española de Acantilado, aunque no esté visible el volumen.

En honor a la verdad, creo que fue “Frosty” (un “amigo” de Eduardo y Luisana) quien comparó el encanto de perderse entre libros con el placer del caminante extraviado en París y quien señaló como encarnación de ambas dichas, al ya citado Walter Benjamin. Sí, fue Frosty. No sólo es un tema que me gusta, sino que me da también argumentos domésticos oportunos y certeros. Lo anoto acá para retomarlo en una ocasión en que esté con más ánimo de ensayar que de echar un cuento (a veces es lo mismo), que es el que se me ha impuesto en esta mañana de lloviznas.
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De una de las torres bajé, precisamente, un librito del berlinés, que es una verdadera delicia. Es también un universo. Cada carta incluida allí nos relata una historia fascinante. Hablo de Personajes alemanes. Romanticismo y burguesía en cien años de literatura epistolar. Una sola me ha llevado por varios pasajes, incluido el de los muchos libros.

Como en aquel célebre epílogo de Borges, la lectura de la breve carta colma el espacio con “imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de caballos y de personas”. Ahora mismo estoy viendo a Miranda, la hija de Próspero y sé que unos minutos más tarde me espera un sueño de Jean-Paul.
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La carta está fechada en Heidelberg, el 25 de diciembre de 1817 y la escribió Johann H. Voss, “el segundo de los hijos del traductor de Homero”, como informa Benjamin en la nota que precede la hermosa epístola. Ésta es el conmovedor homenaje a un recuerdo entrañable de Voss, quien relata en ella cómo surgió su mayor alegría de Nochebuena.

Un día llegó a su pueblo el señor Stolberg, cuya presencia habría de convertirse para Johann en el mejor de los juguetes. Stolberg le dio las primeras lecciones de inglés y al cumplir catorce años le propuso la lectura de Shakespeare, empezando por La Tempestad. Johann Heinrich se internó en la obra por unas semanas, hasta que el mismo día de Nochebuena el señor Stolberg lo invitó a dar un paseo en coche. Fue tal la euforia de Johann recitando parlamentos completos de La Tempestad, que no pudieron retornar a casa antes de las doce: “Dios del cielo, cómo taladré los oídos del pobre Stolberg con Shakespeare! Y él, amistosamente aguantó el chaparrón y se mostró contento del fuego que Shakespeare logró encender en mi”.

Desde ese día, cada vez que llegaba el niño Dios, Johann H. Voss, aunque se la supiera de memoria, volvía a leer La Tempestad.
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La carta termina así:

“Y esto, queridísimo Jean-Paul, volverá a suceder una vez más en el mediodía de hoy. Si la hora de mi muerte coincide con estas fiestas, me llevará junto con La Tempestad”.
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Cesó la llovizna y vuelvo a las torres. En una de ellas está el sueño de Jean-Paul.

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