domingo, 28 de septiembre de 2014

Hannah y sus amigos


Hannah Arendt
Hannah Arendt (2012), de Margarethe von Trotta  

En torno al extraordinario texto acerca del juicio a Adolf Eichmann, este filme aborda momentos importantes en la vida de la gran pensadora alemana: su presencia académica en Estados Unidos, la relación con su segundo marido, el vínculo con Heidegger, la amistad con la escritora Mary Macarthy, y sobre todo, la tenaz libertad de pensamiento, frente a todo tipo de dogmas y prejuicios, incluidos los de su entorno.
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Que una prestigiosa escritora judía, insospechable de antisemitismo, se atreviera a analizar de modo descarnado el juicio a Eichmann, y hablara de “la banalidad del mal” (cuando se esperaba que lo hiciera sólo del “mal”), no fue tolerado por quienes, ciegos ante una lúcida e inédita reflexión, se negaron a considerar una mirada distinta sobre la burocracia criminal de los nazis. Y es ahí donde la película de Von Trotta pone el acento, sin patetismos y sin concesiones.  

Asistimos a la discusión con dos grandes amigos de la Arendt: el líder sionista Kurt Blumenfeld y el filósofo Hans Jonas (los adoraba, especialmente al primero). Hannah no cede un ápice en su afán de comprender la historia, mientras ellos se limitan a acusarla de “arrogante”. El contraste parece una lección. Creo que lo es.  

Cuando Blumenfeld le pregunta “por qué no amaba al pueblo judío”, Hannah le responde: “Sólo amo a mis amigos. Es el único amor del que soy capaz”. 

Ayer y hoy, aquí y allá, huelgan las repreguntas.lizar de modo descarnado el juicio a Eichmann, y hablara de “la banalidad del mal” (cuando se esperaba que lo hiciera sólo del “mal”), no fue tolerado por quienes, ciegos ante una lúcida e inédita reflexión, se negaron a considerar una mirada distinta sobre la burocracia criminal de los nazis. Y es ahí donde la película de Von Trotta pone el acento, sin patetismos y sin concesiones.

Asistimos a la discusión con dos grandes amigos de la Arendt: el líder sionista Kurt Blumenfeld y el filósofo Hans Jonas (los adoraba, especialmente al primero). Hannah no cede un ápice en su afán de comprender la historia, mientras ellos se limitan a acusarla de “arrogante”. El contraste parece una lección. Creo que lo es.

Cuando Blumenfeld le pregunta “por qué no amaba al pueblo judío”, Hannah le responde: “Sólo amo a mis amigos. Es el único amor del que soy capaz”.

Ayer y hoy, aquí y allá, huelgan las repreguntas.

Amigos


Rafael. Autorretrato con un amigo
 
Domingo de sol y de Montaigne. 

El ensayista hace un espacio entre sus páginas para iluminar lo que ha escrito. También lo que está por escribir. Pone en el centro de su lidia el recuerdo de Étienne de la Boétie y siente que es ahora cuando su obra empieza a honrarse. Se dispone a ofrecer los veintinueve sonetos de su amigo a la condesa de Guissen, pero antes de enviar a ese buen destino los más ingeniosos y gentiles versos salidos de la Gascuña, discurre un momento sobre la amistad, uno de sus temas más amados, por haber conocido de cerca un sublime ejemplo de la misma. Y así, Montaigne nos lleva de paseo por los clásicos e ilustra su recorrido con citas admirables. Escojo una: la respuesta que dio un joven soldado a Ciro, quien le preguntaba si cambiaría por un reino el caballo que acababa de hacerle ganar el premio en las carreras. “Por un reino no, señor –dijo el joven-; yo lo cedería con gusto a cambio de un amigo, si hallase hombre digno de ello”. 

El príncipe de los ensayistas sabía que el fuego de la amistad es uniforme y que siempre está encendido, por más distancias que existan o silencios lo circunden. Seguro que Montaigne pudo decir de Étienne de la Boétie, lo que Borges afirmó bellamente de Manuel Peyrou: 

Suyo fue el ejercicio generoso de la amistad genial 

Creo que lo fue, porque encontró su resonancia.

martes, 16 de septiembre de 2014

Mi maestro


 
16-09-14: Seis de la mañana. Estoy en Caracas, en Los Palos Grandes. No alcanzo a ver el Ávila desde mi habitación, pero me lo imagino ligeramente nublado. En unos minutos le daré los buenos días, como siempre hago cuando estoy en la ciudad que vive a sus pies. Le diré que ha muerto un grande que adoró su esplendor, desde los dos lados de su presencia. De niño, en su querida Maiquetía, frente al mar. Después, en el valle de San Francisco, hasta ayer en la mañana. Al lado de Cuchi, quien me acompaña en este momento triste, recordaré a mi maestro, bajo el signo del Ávila.  

Conoció los infiernos más temidos de esta tierra. Cárceles, les dicen. Luchó para que dejaran de serlo, pero la ironía del destino quiso que fuese en su patria donde el horror de esos lugares creciera del modo más espantoso.  

También vivió en amables aulas de clase, en las que prodigó sabiduría y dignidad. En una de ellas lo conocí hace 44 años. Cuando abrí el libro que había escrito para iniciar la cátedra de Criminología en nuestra Facultad de Derecho, lo primero que encontré fue un haikú que decía: “El ladrón no se pudo/  llevar la luna/ que yo veo por la ventana”. Después, él mismo me diría que ese breve poema se lo había pasado el poeta Rafael Cadenas, cuyos Cuadernos del Deestierro, figuraban, por cierto, en la bibliografía del excelente manual criminológico.  

Se recordará –y con razón- al criminólogo y penitenciarista. Pero no debemos olvidar que fue también durante muchos años -y hasta hace pocas horas-, un escritor. Su esposa me refirió anoche que ayer envió su último artículo a Últimas Noticias. Por eso, el próximo miércoles tendremos aún ocasión de leer algo nuevo de su pluma. 

Fue mi maestro dije. También fue mi amigo. Se llamaba Elio Gómez Grillo.