martes, 30 de diciembre de 2014

El Papa y un exiliado venezolano



Primer museo vaticano. Fundado por el Papa Clemente XIV

Es 30 de diciembre. El impresor está en el Museo del Vaticano. No es la primera vez que lo visita. Varias veces ha dispuesto su tiempo para recorrerlo y apreciarlo, pero nunca se ha sentido satisfecho. No tiene prisa. Le gusta detenerse y contemplar, buscar detalles, tomar notas y dejarse llevar por las imágenes. Para eso ha vuelto hoy, aunque tenga que retornar otro día a sus salas y al largo corredor cerrado que las precede, el corredor por donde está la maravillosa entrada a la Capilla Sixtina.

Con permiso del centinela, el impresor ya está dentro de la enorme sala que da paso a las habitaciones del Papa. Por su costumbre de ir calculando medidas, le atribuye al salón una longitud de 30 varas y una latitud de 15. En cuanto a muebles, sólo apuntará en su diario, unos bancos de madera sin espaldar, contra las paredes. Ahora mira por una ventana el camino cubierto por el que Su Santidad suele  trasladarse al Castillo de Sant'Angelo.

De pronto, una visión inesperada. El Pontífice ha bajado de sus habitaciones y atraviesa un corredor, rumbo a la rampa que lo llevará a su coche. El impresor, que es un exiliado venezolano al que no le gusta perder detalles, observa la capa, el sombrero encarnado y la túnica blanca. Se percata de que sólo dos eclesiásticos vestidos de negro lo acompañan, y de que tres alabarderos preceden su salida. Preciso como es, el caraqueño cuenta las 35 gradas de cada escalera (cinco en total) que debe descender el Papa para llegar hasta la calle y compadece a Su Santidad.

Mañana, 31 de diciembre, lo verá de cerca en la hermosa iglesia de Jesús, en la función del Santísimo, a la que asistirá también el rey de Nápoles con su familia y con una hermana de la reina de España. Cuando salgan los Cardenales, con sus capas encarnadas, tras de ellos vendrá el Papa, de blanco, con una muceta de terciopelo rojo, de oro bordada. Ahí podrá verlo -de acuerdo a su mensura- a sólo dos varas de distancia. Alzará su mano para recibir la bendición y el Sumo Pontífice se la dará. Después habrá de anotar que el Papa no le pareció tan arrogante como la primera vez que lo vio, en su solio, en la Capilla Sixtina.

“No es alto, tiene el cuello corto, la nariz deprimida y muy levantado el vientre”, dirá en su diario el impresor. Detrás saldrá el rey de Nápoles, quien no hace mucho le dio asilo al Papa, con motivo de las revueltas contra los Estados Pontificios.  Al primero, la infantería, tras presentarle armas, se pondrá de rodillas. Cuando salga el rey, sólo tendrá las armas al hombro.
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El Papa es Pio Nono, y el impresor, Valentín Espinal, un gran venezolano del siglo XIX, exiliado en Europa por las intemperancias de los bandos que asolaban su patria en tiempos de la Guerra Federal.

Terminaba el año 1861.

lunes, 22 de diciembre de 2014

La Mandrágora



Juan Sánchez Peláez, Enrique Gómez-Correa, Enrique Rosenblatt, Braulio Arenas, Teófilo Cid y Jorge Cáceres, 1943

Hoy me desperté a las tres de la mañana y miré una foto del grupo chileno La Mandrágora que Guillermo Parra puso en el twitter. Informa Guillermo que la foto es de 1943 y que en ella aparece nuestro gran poeta Juan Sánchez Peláez, de primero, a la izquierda. Yo reconocí solo a Braulio Arenas y a Téofilo Cid (...). Busqué un libro sobre La Mandrágora que me traje de Chile hace cinco años,  para comprobar una sospecha. En efecto, ahí estaba la magnífica foto de los seis poetas que Parra había compartido. En la leyenda, identifican a Enrique Gomez Correa, Braulio Arenas, Teófilo Cid y Jorge Cáceres. A los otros dos (Juan Sánchez Peláez, uno de ellos) los llaman “simpatizantes del surrealismo”. Más tarde, indagando en la red, vi de nuevo la foto. Está en una página de Facebook, con la identificación de todos. De izquierda a derecha: Juan Sánchez Peláez, Enrique Gómez-Correa, Enrique Rosenblatt, Braulio Arenas, Teófilo Cid y Jorge Cáceres.
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Seguí el hilo de la madrugada y en el libro de Baciu encontré este poema de Braulio Arenas:

Día a día

El vidrio de la ventana se ha quebrado anticipadamente. Unos decían: ‘Han sido los colores del prisma al atravesar la noche para fijarse en el techo’. Otros culpaban al pez lápiz; otros, al pez carta; otros, al pez buzón.

Sólo que a la mañana siguiente el vidrio de la ventana se veía intacto. Nada, ni la menor trizadura, ni el menor color, ni el menor sello de correo.

Las olas del mar, como de costumbre.

BRAULIO ARENAS

(El a.g.c de la Mandrágora).

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A las cinco y media, en el libro de Juan me esperaba esta otra maravilla:

Me miran a la cara
el sol y la luna
junto al recuerdo
de Valparaíso

(…)

“y quédase soñando
el puerto insomne,
quédanse sus ojos
junto a mis ojos.

JUAN SÁNCHEZ PELÁEZ
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Stefan Baciu, en su Antología de la Poesía Surrealista Latinoamericana, mencionó a Juan como colaborador de la revista Mandrágora, pero no lo incluyó en la selección, cosa que expresamente provocó la objeción de Octavio Paz: “Juan Sánchez Peláez… un poeta vigoroso y original. Es una lástima que no aparezcan poemas suyos en la Antología”.
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Después, dos vueltas al parque y una larga estela en el cielo. Era de color naranja. Altazor había pasado en pos de la mandrágora.

(El libro sobre el grupo es La Mandrágora. Surrealismo chileno: Talca, Santiago, París. Editor: Naín Nómez. Ed. Universidad de Talca, Chile, 2008)

jueves, 27 de noviembre de 2014

Más vale Goytisolo que mal acompañado



 
La ingeniosa frase de Julián Ríos, recordada ayer por Francisco León en su blog, con motivo del reciente Premio Cervantes, viene a cuento por el tema de los patrimonios orales. Si éste necesitara precisiones, nada mejor que apoyarse en el autor de Makbara, quien abrió el camino para la protección del patrimonio inmaterial, como se recordó en el post anterior. En efecto, cuando Goytisolo se percató de que su plaza de Marraquech podía desaparecer como lugar de patrimonio oral,  se fue a la UNESCO para plantear el caso y escribió:


"¿Resistirá Xemáa el Fná a la creciente agresión diaria de una seudo-modernidad-desbocada? ¿O son Abdeslam y Cherkaui sus últimos juglares, testigos de la agonía y final de la halca? Espacio soberanamente único en opinión de poetas, historiadores, sociólogos y urbanistas, defenderlo será una forma de defender la humanidad de nuestro propio futuro. La plaza, como dice Bajtín del universo juglaresco de Rabalais, ´preserva una brecha alegre en un porvenir más lejano que volverá irrisorios el carácter progreso relativo y verdad relativa’ accesibles a nuetro siglo obtuso y su miope porvenir inmediato”.

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Defender una lengua en extinción, es también defender la humanidad de futuros ominosos. ¿Quién pude decirnos que no está cifrada en esa lengua, en algún relato o verso suyo, una secreta claridad? Y si no está cifrado nada, ¿quién puede afirmar que no necesitamos esa “nada”?
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Eliot y el patrimonio cultural 
 
“No dejar que se pierda un idioma, por muy pocos que sean los hablantes que de él queden”. Así lo dice la Guía de Principios sobre Diversidad Cultural, que hace tres años aprobó el Comité Jurídico Interamericano de la OEA, y que por generosidad de mis compañeros, me tocó proponer y redactar. 
   
Esta mañana recordé ese texto, al leer unos ligeros comentarios  sobre la declaratoria de la cultura oral de la etnia mapoyo, como patrimonio cultural inmaterial de la humanidad. Se suele despreciar lo que se ignora, y así, algunos tratan con displicencia el tema. Otros -como quien redactó la desaprensiva alusión al pueblo mapoyo- dan pie para que se sospeche de algo cercano al desdén. Digo sólo "se sospeche", porque debe concederse el beneficio de la duda.
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Que desaparezca una lengua en la que un pueblo ha vivido, pensado, sentido, amado y escrito poesía, es -como decía T. S. Eliot- la expresión de una decadencia.  Tomando sus palabras podría confesar que yo no hablo mapoyo, pero si me informaran que ya nadie lo habla, “sentiría una inquietud que sería mucho más que una compasión generosa. Lo consideraría como un foco de una enfermedad que podría llegar a extenderse…”
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La defensa de los patrimonios culturales debe ser integral. Si se defiende y preserva la cultura oral mapoyo, se deben defender y preservar nobles patrimonios institucionales, como el IVIC y otros espacios, hoy en día abandonados o destruidos. Asimismo –y este es el punto-, creo que una buena defensa del IVIC, es, en rigor, incompatible, con el desprecio a la también noble cultura mapoyo.  
 
P.D: La referencia al IVIC se debe a que el comentario al que me refiero arriba denuncia con acierto lo que está ocurriendo con esa institución. Por eso, deploro que en el mismo texto se incluya una no muy feliz alusión a otro patrimonio cultural. Eso es todo.

martes, 25 de noviembre de 2014

El fulgor de las palabras

 Plaza Xemáa el Fná. Juan Goytisolo

Está escrito y documentado en informes de la UNESCO. La prensa lo registró en su momento y es verdad que se repite en diversos ámbitos: a Juan Goytisolo se le debe, en buena medida, la Convención que protege el patrimonio cultural inmaterial de la humanidad. En octubre de 2009, en Córdoba, muy cerca de la Mezquita, escuché del propio Federico Mayor Zaragoza, ex Director General de la UNESCO, la versión del hecho: un día recibió en su despacho la visita del escritor barcelonés, quien le habló entusiasmado de la plaza de Xemáa el Fná, de Marraquech, como un espacio único en el mundo. Allí, le dijo, se alberga un patrimonio oral milenario. Goytisolo, vecino del lugar, le planteó a Mayor Zaragoza la necesidad de hacer algo para protegerlo y el Director General puso en manos de expertos el tema. Al cabo de poco más de tres años, la Asamblea General de la UNESCO aprobaría el instrumento que hoy sirve para la salvaguardia del acervo cultural inmaterial de los pueblos.  
Hoy, cuando me enteré de que Juan Goytisolo había ganado el "Cervantes", no sólo recordé algunos libros suyos que adoro, sino también, esa especie de conciencia cultural que él encarna, puesta al servicio de imaginarios olvidados. Antes de obtener para todos la declaratoria a favor de la plaza de Marraquech, escribió así sus temores: 
"...Xemáa el Fná resiste a los embates conjugados del tiempo y una modernidad degradada y obtusa. Las 'halcas' no desmedran, emergen talentos nuevos y un público siempre hambriento de historias se apandilla jovial en torno a sus juglares y artistas. La increíble vitalidad del ámbito y su capacidad digestiva aglutinan lo disperso, suspenden temporalmente las diferencias de clase y de jerarquía (...). Al claror de las lámparas de petróleo, he creído advertir la presencia del autor de Gargantúa, de Juan Ruiz, Chaucer, Ibn Zaid, Al Hariri, así como de numerosos goliardos y derviches. La imagen zafia del bobo besuqueando su teléfono celular no afea ni abarata la ejemplar nitidez de su egido. El fulgor e incandescencia del verbo prolongan su milagroso reinado. Mas a veces su vulnerabilidad me inquieta y el temor se agolpa en mis labios cifrado en una pregunta: ¿Hasta cuándo?"
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Sé que le acaban de otorgar el Premio Cervantes por su inmensa obra literaria. No podía ser por otra cosa. Pero también sé que buena parte de esa obra es para ser leída en voz alta. Son muchas los voces preteridas que viven, se aglomeran y cantan en sus libros. Por eso he querido recordarlo hoy, por (y en) su plaza infinita de salmodias. Allí celebraremos el Cervantes.

viernes, 21 de noviembre de 2014

Poeta y político (dionisíacas y vetos)


Dionisíacas
“La tarde será larga y sin hastío. / Mañana leeremos a Gustavo / Adolfo que comprende el mundo/ como el verso final de la Comedia…”

Es Dionisio Ridruejo en los Cuadernos de Madison. En sus versos encuentro la plenitud del acento humano que les atribuyó nada menos que Marià Manent. También, el sereno discurrir de una mirada. 
 

Ridruejo está preparando una clase sobre Bécquer para el seminario que imparte en la Universidad de Wisconsin y se ha detenido a describir en su poema la monacal habitación donde se encuentra. Mira una mellada estantería, que es “vasar de manzanas” y oye crujir la mecedora, “mientras Manrique, tras el rayo iluso,/ vaga orillas del Duero”.  



El poeta de Soria piensa que la austeridad le va, pero añora, sin embargo, su vieja “costumbre sensual y decorada”. Disfruta del ocio, del inmenso regalo que es “el tiempo a sobras”, y recuerda una antigua enseñanza del colegio: los soñaderos, esos espacios del salón en los que se encontraba albergue para la fantasía y la pereza.  
 
Revisa las notas y encuentra “todo en orden/ y por su orden”. De pronto, suena el teléfono negro y "de su abismo/ brota entera una voz”.  
 
Afuera ya es de noche.
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Hoy, para mí, también “la tarde será larga y sin hastío”. Seguiré leyendo a Ridruejo, que ya anda por Austin y lleva otro cuaderno. Dice que le han recetado pasear.  
 
Por eso, ahí va, solo, “hasta la frontera de la noche”.
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Ridruejo y Benet viajaron juntos una vez por tierras castellanas. Visitaron un castillo que durante la guerra fue usado como cárcel de republicanos. Cuenta Benet que en el castillo los atendió un hombre que había sido, precisamente, uno de esos presos. Después de entrar en confianza les refirió que todas las noches, antes de la cena, los sacaban al patio  y los obligaban a cantar el Cara al Sol, lo que hacían sin ganas, y en bajísimo tono, al punto de que apenas se les oía un murmullo. Sin embargo, cuando llegaban a un determinado verso del himno, todo cambiaba. Se tornaban alegres y el canto les brotaba vibrante y encendido. El asunto preocupó al director de la cárcel, quien lo consultó con el capellán. Éste le dio una respuesta relancina, diciéndole que el espíritu falangista de José Antonio ya había penetrado en el alma de los rojos.  
 
¿Qué verso era ese? preguntó Benet. “Volverán banderas victoriosas”, musitó el vigilante. Al oír su respuesta, una sonrisa de íntima satisfacción pobló el rostro de Ridruejo. Y es que, como algunos saben, él es el autor de ese verso, y del siguiente: “Al paso alegre de la paz”.  
 
Conjetura Benet que en ese instante su amigo Dionisio entrevió la “félix culpa” de un pecado juvenil y mitigó su pena, al saber que de todo el himno de la Falange, sólo sus versos habían tenido la aceptación de los vencidos, quienes, además, los cantaban  como arma irrefutable contra los fascistas. En esas líneas cifraban su esperanza.
 
En el castillo de Cuéllar la secreta rebeldía de unos presos republicanos, sin saberlo, le tributó a Dionisio Ridruejo la justicia poética que merecía su dignidad.
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Vetos
He buscado sin éxito un viejo artículo que escribí sobre Ridruejo en los 80. Fue publicado en El Impulso. No creo que valga mucho, pero quizá me permita retomar una reflexión acerca de una “rara avis”: los políticos que, como Ridruejo, son también intelectuales y poetas. En el caso del soriano se dio, además, una circunstancia singular: en un país cruentamente dividido, comenzó en un bando y evolucionó (subrayo este vocablo) hacia el otro, con una honestidad infrecuente en ese oficio. Sobrellevó cuarentenas decretadas por los envidiosos de uno y otro lado y supo mantener intacta su conciencia cívica. Por eso, llegó a ser factor de unidad en los últimos años del franquismo.  
 
Sí, no he conseguido el artículo, pero me he topado con algo muchísimo mejor. Me refiero a una página marcada en un libro de Ridruejo: Escrito en España. En ella alude al poder que ejercen “la envidia, el resentimiento y la pequeñez” para ningunear valores y enaltecer mediocres. En las líneas que de seguidas copio, Ridruejo lo dice con tres ejemplos admirables: 
 
Todavía hace poco tiempo –para no ir muy lejos- un grupo de jóvenes españoles de inclinación progresista ‘descubría’ con sorpresa, hablando conmigo, que don Manuel Azaña había escrito algunos libros de excelente literatura. Nombres como los de Sanz del Río o Giner –y no digamos otros más directamente relacionados con la política- no son conocidos más que por las referencias que puede haber dado en ellos algún refutador”. 
 
Eso pasa con los vetos. Privamos a otros de conocer a quienes tienen mucho que decirnos, sobre todo, cuando los discursos “oficiales” de uno y otro signo parecen agotados. Lastimosamente, los interdictos casi siempre logran imponerse. Pero la historia sigue. Y como dijo Pere Gimferrer, algo hay que no pueden hacer los filisteos: escribir poesía. Algunos, apartados, la escriben y dejan su lucidez como legado.  
 
Leamos al poeta Ridruejo, en el final del prólogo a su Escrito en España, en mayo del 61: 
 
El que, desdeñando mi palabra, quiera buscar móviles secundarios y privados en mi conducta, se equivoca o me calumnia. Y ello no es cosa mía (….).
 
Sin la menor causa de resentimiento, sin la menor codicia de poder o de brillo, he vuelto a la actividad que, a mi juicio, me viene exigida por mi simple conciencia de ciudadano solidario. Y esto es todo”.